SOBRE NIÑOS, ADULTOS Y RESCATAR EL ESPÍRITU DE LA NIÑEZ
(Otra forma de cuidar a los niños y de ser adultos)
Cuando un niño reprime su naturaleza, ya sea debido a que no es aceptado, protegido y / o amado; o simplemente porque se le educa para sobrevivir y destacar en nuestro competitivo mundo, ese niño esconde, olvida, e incluso llega a rechazar en la edad adulta, su natural sensibilidad. Pero la esencia natural del ser humano, su sensibilidad, sigue viva, muchas veces luchando por salir de su ostracismo. La esencia innata de su alma sobrevive como un ángel dormido.
Siendo este un blog que habla de las dificultades de ser niños en un mundo de adultos, y que recalca constantemente la necesidad de recuperar el espíritu de la niñez (que no la niñez, algo imposible, como no me canso de recalcar), no podían faltar los niños.
Ninguna duda tengo de que es el camino para alcanzar un mundo mejor, y seres humanos más sanos y felices, niños y adultos.
¡FELIZ NAVIDAD! Paz y amor para todos en una Navidad llena de momentos entrañables e inolvidables.
¡Cuántas veces he visto ese primer vídeo que inserto hoy (el “short” de YouTube)! Creo que es bueno verlo cada día para no olvidar lo que sí es alegría, lo que sí es amor, lo que sí es vivir el amor…
¿Dónde está la alegría del encuentro en los adultos humanos? Esa alegría desbordante que sí está en los niños y en nuestras mascotas, sean crías o adultas. Ese entusiasmo que les hace saltar, reír y hasta gritar, sin avergonzarse, sin sentirse acomplejados, sin avergonzarse de que les vean, sino todo lo contrario.
Y si por ser adulto tengo que dar la imagen de equilibrado, sobrio y equidistante, me niego rotundamente, que yo no quiero mostrarme maduro demostrando dominio emocional, que por mucho que me digan, yo solo lo entiendo como un rasgo de debilidad en los adultos. No. Yo quiero emocionarme hasta el éxtasis al ver a mis seres queridos, al leer una preciosa poesía o al escuchar una emocionante canción, por ejemplo. Y para eso necesito la espontaneidad, la humildad y la inocencia.
Y yo iría más allá, porque son muchas las personas que necesitan una excusa externa para sentir la alegría de vivir (no solo la alegría del encuentro) Aunque también reconozco que hay experiencias que resultan muy difíciles de superar, afrontar con optimismo y llenarse de paz y alegría. Pero no son los casos más abundantes, ni mucho menos, aunque no falten siempre disgustos menores. Conozco personas que desprenden una alegría vibrante a pesar de vivir situaciones realmente difíciles, de la misma manera que conozco a personas que se toman sus experiencias desfavorables de una forma que considero excesivamente trágicas.
Salvo en casos excepcionales, la alegría no necesita excusas, ni necesita que ocurra algo en nuestras vidas que nos llene de alegría. En definitiva, no hace falta estar dependiendo de lo que ocurra a nuestro alrededor para disfrutar de tan maravilloso manjar. Solo se necesita querer. Se necesita voluntad. Se necesita la firme decisión de vivir la alegría, tanto para uno mismo como para a los demás. Aunque en ocasiones tengamos que hacerlo apretando fuerte los dientes.
Cambiar el chip… Y si para ello hay que volver a la madurez de la niñez, perfecto. Yo estoy en ello.
De niño yo también jugaba a eso ser mayor, y tenía prisa por convertirme en un adulto para que nadie me pusiera horarios o cualquier tipo de limitación. Sin embargo, eso de ser adulto lo hacía muy mal. Era un adulto mucho más niño de lo que se solía aparentar, Y sin poder evitarlo.
Ahora que soy adulto quiero jugar a ser pequeño entre adultos, y nuevamente no me sale suficientemente bien la jugada porque me falta práctica. Pero he observado que si es con los niños con quienes juego a ser pequeño, mejoro increíblemente.
Pero es habitual que surja un inconveniente: los niños se extrañan de mi comportamiento infantil. ¡Me miran desconfiados, preguntándose que hace ese tonto de “persona mayor” fingiendo ser un niño más! Me río solo de recordar sus caritas de asombro en las que se dibuja con nitidez su inocencia.
Afortunadamente tengo una forma de salir del apuro que suele ser infalible: me pongo a reír sin parar. Me río de la situación, y me río de mí mismo. Me río a carcajadas retorciendo todo mi cuerpo de la risa. Algunos niños me gritan, diciendo cualquier cosa, aunque no enfadados. Pero en todos va apareciendo una sonrisa o unas risas. Y es matemático: siempre hay uno que llega hasta mí para abrazarse o para tirarse encima de mí si estoy sentado en el suelo. En ese momento se produce una avalancha de niños sobre mí que disfruto sin disimulo, y que me hace reír con más fuerza aún.
Este lenguaje, el de la risa, lo entiende cualquier niño. Y desde ese momento, haga lo que haga, yo ya soy uno más entre ellos. Me han aceptado como aceptan los niños cuando dan su confianza: sin reservas.
La vida es una grata sorpresa cuando nos salimos de los aburridos cánones prestablecidos del aburrido manual del “buen adulto responsable” El juego es el trabajo de los niños, como dice Montesori. Y me temo que jugar como niños será la tabla de salvación para nosotros, los adultos; para recuperar nuestra vida y para salvar este mundo.
Después de más de dos años pregonando en medio del escepticismo mi creencia de que el buen camino en la vida es recuperar el espíritu de la niñez (no la niñez, algo que es imposible, sino su espíritu), por fin estoy leyendo las palabras mágicas que esperaba, esas que vienen a confirmarme que estoy en el buen camino. Mi fe se ha basado, en parte, en la más elemental lógica; y en otra gran parte, en mi intuición. Ahora es una convicción compartida. Como se suele decir, al menos en España, “¡no quepo en mí de gozo!”
Y es que después de dos o tres años afirmando (y supongo que enfadando a muchas personas) que los adultos perdemos lo mejor de nosotros mismos cuando dejamos la infancia y la adolescencia (empobreciendo nuestra vida y afectando a nuestra salud emocional), y manteniendo que los adultos no enfocamos bien la educación de los niños, encuentro personas valientes que se han atrevido a decirlo desde la lógica del especialista o desde la intuición existencial del común de los mortales, algo igual de válido.
Aunque podría llenar páginas y páginas para desnudar la grave realidad que nos negamos a ver, solo añadiré unas pocas notas más que considero importantes, aclarando que mi propósito, al contrario de lo que pueda parecer, no es denostar al ser humano, sino aportar esperanza, algo de lo que estamos francamente necesitados. Sin olvidar que la esperanza solo puede renacer después de abrir los ojos e incorporar la realidad, bonita o fea, a nuestras vidas… ¡No hay otro camino!
A la manera de San Francisco con su cuerpo, yo desnudo mi alma para liberar a mi mente de una vida encadenada y sumisa a tanto convencionalismo tóxico, a tanta apariencia engañosa o a tantos propósitos que no aportan ni una sola buena emoción a la vida. Frente a tanto ciego infantilismo en los adultos, signo evidente de mediocridad, reivindico el sano espíritu de la niñez, que no es otra cosa que la verdadera madurez como bien afirma Alice Miller. Nacemos maduros y nosotros mismos desvirtuamos nuestro “buen hacer” al convertirnos en adultos.
Y, de paso, reivindico el amor infantil, tan sincero, entregado, generoso, inocente, ilusionado. Y reclamo el amor adolescente, tan inflamado, ciego, apasionado… Tan inocente e ilusionado como el amor infantil. Infinitamente más hermosos que cualquier amor de adulto, acogido ciegamente y acríticamente a los inútiles cánones de nuestra sociedad, supuestamente madura.
Le digo “¡basta!” a tanto estreñimiento mental y espiritual en nuestra sociedad, y a tanto autoengaño. ¡Basta! No somos conscientes del daño que sufrimos nosotros mismos en la infancia, en nuestro bienestar emocional, con el escepticismo y el pragmatismo en el que socialmente se nos sumergía. Ni somos conscientes del daño que causa en nuestros jóvenes esa misma mentalidad que transmitimos mecánicamente nosotros mismos, agravada ahora al haber ido añadiendo un consumismo compulsivo en el que nos refugiamos y que nos sirve como un remedio y desahogo a la pobreza espiritual y emocional en la que vivimos. Por no hablar de la insensata indiferencia al deterioro de nuestro planeta, al creciente deterioro de nuestra salud mental, y a la aceptación de la violencia como un componente más de nuestra vida. Nada de eso mejora la calidad emocional y espiritual de nuestra vida; al contrario, es la causa de un mayor estrés.
Al igual que Katherine May, ahora busco la manera de recuperar el encantamiento de la niñez y la adolescencia. Es un esfuerzo por encontrarme a mí mismo (o por no perderme). Es la clave para vivir ilusionado con el ser que soy y con mi vida.
Y aunque no acepte el mundo tan extraviado como está, yo no voy a renunciar a la alegría de vivir toda la belleza que hay a mi alrededor (que la hay, pero que no sabemos aprovecharla a fondo), y de vivirme tal y como soy… tal y como nací.
¡Vida, libérame de tanto convencionalismo absurdo y acógeme desnudo e inocente, como vine al mundo!
Los niños no han aprendido a ser felices y, sin embargo, lo son si se les deja ser lo que realmente son: niños.
Creo firmemente que no podemos acercarnos a la felicidad (a esa plenitud de vivir) si no cultivamos eso que Mónica Cavallé llama “el arte de ser uno mismo”, algo que, como dice esta filósofa parafraseando a Sócrates, no necesitamos aprender, sino recordar… Yo concretaría diciendo que necesitamos redescubrirlo.
Y lo necesitamos redescubrir porque en ese, habitualmente erróneo, viaje a la edad adulta nos olvidamos de lo esencial, de lo que da sentido a toda una vida, de lo que nos puede hacer vibrar de felicidad. ¿Qué es?
No es lo mismo ser adultos que ser niños, es cierto. Pero cada día estoy más convencido de que la edad adulta no debería implicar un abandono de aquello que somos en la niñez, sino que lo debería incluir, integrar y enriquecer. No deberíamos sustituir unos rasgos por otros, sino que deberíamos ampliarlos. A eso sí que lo podríamos llamar “crecimiento personal” o “proceso de maduración”: crecer desde lo que éramos al nacer. Pero para eso deberíamos educar evitando destruir los rasgos más bellos del niño, aquellos que realmente definen lo mejor de nuestra humanidad. Y hacer que tengan una infancia feliz: protección, cuidados y toneladas de amor.
Tal y como lo expongo, recuperar el espíritu de la niñez ese incierto y difícil viaje en el que yo me embarqué hace ya un par de años es, en realidad, un viaje a esa auténtica felicidad. No la felicidad de tener, sino la felicidad de ser… de ser lo que uno verdaderamente es desde que nació, o desde antes de nacer. Y es la felicidad de poder expresar, y expresar, lo que realmente le ilusiona y le emociona a uno mismo.
Con tan solo expresar estas creencias me invade una inmensa sensación de paz y confianza. Algo en mí interior me dice que ese camino, el de regreso para recordar y recuperar lo que al nacer fui, es el buen camino…
Al leer un acertado comentario de nuestra querida amiga Enca Gálvez en el post anterior, he vuelto a replantearme y reformular lo que pienso sobre el buen cuidado y la correcta educación de los niños, algo que hago continuamente, pues no dejo de leer, escuchar y reflexionar sobre el tema.
Es un tema complejo, por supuesto. Y mi posición es un tanto diferente a lo que encontramos en la sociedad, aunque al haber diferentes posiciones, me acerco más a unos planteamientos y me alejo más de otros. Voy con ello…
Contestaba a Enca que los adultos “no somos conscientes de hasta qué punto nuestro papel es crucial en la felicidad de los niños y en favorecer, a través de ellos, un mundo mejor” Cada día estoy más convencido de ello. Pero la cuestión no es solo saberlo, porque no es suficiente, sino actuar de acuerdo a ello, algo más dificultoso.
En función de nuestra actitud, disposición y actuación, un niño verá reforzado su maravilloso espíritu innato o, por el contrario, provocaremos que vaya perdiendo su más bella y mejor esencia humana, contaminándolos con nuestros prejuicios, miedos y desconfianzas. Incluso haciéndoles un daño que puede perdurar por toda una vida debido a la desprotección o, directamente, al maltrato. Todo se da en nuestra sociedad.
Insisto una vez más: debemos permitir a los niños que sean como innatamente son. Por sí mismos irán descubriendo todo lo referente al bien y al mal, e irán afianzando sus principios y valores. ¿Cómo es esto posible? ¿Acaso son experimentados pensadores? No, no lo necesitan. Considero que es así porque los niños tienen un indicador infalible que no debemos desvirtuar con nuestras enseñanzas. A saber: se entristecen con la tristeza ajena, y se alegran con la alegría ajena. Si hacen daño y relacionan el dolor ajeno con sus actos, se sentirán culpables e instintivamente corregirán sus actos. Si, por el contrario, sus actos alegran a los demás, se sentirán reforzados a insistir en tales actos beneficiosos. Esto es así si deliberadamente, o inconscientemente, no alteramos su naturaleza.
Respecto a su proceso de maduración espiritual y ética, lo único que necesitamos hacer con los niños es ayudarles a clarificar qué relación existe entre el bien o el daño que hacen y sus actos. Nada más. No hace falta enseñarles valores para que actúen noblemente, de la misma forma que a los animales no hay que enseñarles a ser nobles: lo son innatamente.
¡Mucho cuidado con enseñarles valores! Muchas veces les enseñamos nuestros peores valores, como la envidia o el egoísmo, aún sin ser conscientes de ello. ¡Les perjudicamos como seres humanos! Si queremos un mundo mejor, es suficiente con no pretender cambiar la esencia innata de los niños.
Y, por supuesto, estamos obligados a satisfacer su infinita curiosidad. ¡Pero no la que nosotros deseamos que aprendan!, sino la que surja espontáneamente en ellos en función de sus intereses, inquietudes y vocaciones genuinamente personales. Desviarnos de sus motivaciones intelectuales es un enorme error, pues haremos de ellos seres insatisfechos, ingratos y dañinos para los demás. No somos conscientes del daño que hacemos y nos hacemos. Además, ellos sabrán ir construyendo su pirámide de conocimiento en base a su escala de valores e inquietudes. No hace falta que nosotros lo hagamos por ellos. No necesitan de nuestra manipulación. Dejemos que sean ellos mismos, pero si desean contrastar (¡solo contrastar!) con nosotros, podemos darles nuestra opinión.
¡Dejemos que los niños se conviertan en seres sanos, creativos y felices! Por favor… Confío plenamente que si tenemos este marco de actuación que he expuesto aquí resultará más fácil conseguirlo.
“Un niño puede enseñar tres cosas a un adulto:
a ponerse contento sin motivo,
a estar siempre ocupado con algo
y a saber exigir con todas sus fuerzas aquello que desea”
Uno de los grandes aciertos de los niños, aunque ellos no sean conscientes, es que no se complican la vida tanto como nos la complicamos los adultos. Y es curioso, porque ahora que lo pienso, yo me enredo en reflexiones complicadas buscando precisamente el buen camino, lo que me puede alejar de todo lo que no sea auténtico y realmente valioso. Pero no sé si avanzo en ello…
Visto lo visto, las enseñanzas de la genial Martha Beck en esta “sencilla” cita son de una importancia inimaginable.
Lo primero, se trata de una crítica que desnuda y desmonta uno de los mitos de nuestro tiempo: que hay que ser positivo en la vida hasta cuando la vida no es positiva. ¡Qué torpeza!
Es cierto que en la vida hay que tener una actitud positiva. ¡Eso que no falte jamás! Pero no hasta el punto de engañarnos. Los errores jamás dejarán de ser errores por mucho que los neguemos. Y lo mismo ocurre con los problemas, los accidentes, los incidentes y cualquier experiencia similar. Es un gran error recurrir a eslóganes positivistas cuando para evitar afrontar la desagradable realidad. El autoengaño solo sirve para hacernos seres débiles.
De la misma forma, lo importante no es decirse que “todo va a ir bien”, sino decirse que “voy a hacer todo lo posible para que vaya bien”. No estamos en una competición para demostrar que somos autosuficientes y exitosos. Humildad…
Y para poder hacer todo lo posible, lo primero es reconocer los problemas o debilidades que tenemos. Y aquí chocamos con otro mantra social que nos muestra hasta qué punto nos complicamos la vida: tenemos que mostrar al mundo que somos felices, además de exitosos. Cuando algo no va bien tenemos que ponernos la careta para disimular. ¡Qué agotamiento!
La realidad es que cuando reconocemos la realidad, sea cual sea, nos damos la oportunidad de trabajar en cambiarla a mejor, en lugar de esforzarnos por disimularla, algo que no sirve para nada y nos carga de trabajo.
Y lo peor de todo es que el ser humano es especialista en vivir en la irrealidad, de tal manera que aprende a mostrarse feliz cuando en realidad vive sumergido en una realidad que no expresa sus verdaderos sentimientos y deseos. Por mucho que intente convencerse una persona, jamás se sentirá bien si renuncia a su verdadera esencia por adaptarse a una realidad acomodaticia. Tarde o temprano se romperá… Los altos niveles de frustración que asoman tras los elevados consumos de ansiolíticos (España es el primer o segundo consumidor mundial en relación a su población) con el fin de atenuar los problemas de sueño, de ansiedad y de depresión, son la prueba más palpable de lo que digo.
Y mientras tanto los niños pequeños, felices. No se preocupan por demostrar algo (excepto cuando la educación que se les da falla), simplemente viven su espontánea, natural y bella personalidad. Disfrutan, y le dan la espalda a las complicaciones, si pueden. O, como decía un antiguo compañero de trabajo: “tiran de la cadena” (la cadena del inodoro, por supuesto, que antiguamente tenían cadena para desaguar) Me refiero al inodoro mental, que le sobrecargamos de complicaciones.
Aprendamos los adultos, y eduquemos bien a los jóvenes… ¡Y no asesinemos al alma!
“No hace falta enseñar valores a los niños;
solo se necesita ponerles un espejo para que se hagan conscientes de lo que ya son.
Y no pretender cambiarlos…”
Emilio Muñoz
“Por cada gota de dulzura que alguien da,
hay una gota menos de amargura en el mundo”
Teresa de Calcuta (1910 – 1997)
Fuente: del vídeo
Muchos seres humanos tenemos sed de verdad, y aunque no seamos una mayoría propugnamos que la vida comunitaria sea regida por unos valores mejores que estos otros mayoritarios que nos están llenando de enfrentamientos sin sentido y destrucción del medio ambiente. Dejo muchas preguntas en el aire…
¿Qué valores presiden nuestra sociedad habitualmente?
¿Hay otros valores que pueden construir un mundo mejor?
¿Justifica el escepticismo la renuncia, la inacción o el silencio?
¿Qué enseñamos a nuestros jóvenes?
Si el amor es lo mejor que nos puede pasar en la vida, ¿cuánto amor recibimos y damos en realidad?
Según una encuesta reciente del organismo público dependiente del Gobierno de España, CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), aproximadamente un 80% de los españoles nos consideramos felices.
Sin embargo, según la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefaciente, España es el mayor consumidor mundial de benzodiacepinas, un compuesto hipnosedante recetado para dormir mejor por sus efectos ansiolíticos, hipnóticos y de relajación muscular. Según otras estadísticas, la mitad de la población español ha sufrido de ansiedad y / o depresión. Y otro dato escalofriante nos muestra que la mayor causa de muerte entre niños y jóvenes españoles de hasta 18 años es el suicidio, por encima de otra cualquiera.
¿Por qué entonces nos engañamos? ¿Y por qué un organismo público facilita la difusión de este auto-engaño? ¿No será que la solución a los problemas empieza por reconocerlos y afrontarlos?
¿Y no será que necesitamos otros valores mejores, dejando de considerarlos utópicos?
¿Conseguiremos destruir la vida en nuestro planeta antes de actuar con honestidad y sabiduría? No. Nunca conseguiremos destruir la vida en nuestro planeta. Solo conseguiremos destruir las formas de vida más avanzadas. Entre ellas, a la propia especie humana. Pero la vida seguirá existiendo, aunque sea en sus formas de vida vegetal y animal más sencillas.
¿Qué ejemplo estamos dando a nuestros jóvenes? ¿Qué valores estamos transmitiendo? ¿Nuestra forma de actuar con ellos tiene alguna relación con el alto número de suicidios, o con otros comportamientos ya claramente constatados que dañan a otros jóvenes o adultos?
Y, por último, ¿qué sensaciones nos transmite ver este vídeo?
“Esta es la buena noticia: se pueden cambiar ideas y sentimientos,
aun aquellos que están profundamente arraigados.
La mala noticia es que para transformarlos no basta con proponérselo.
Así como concluimos a la velocidad de un rayo si una persona
nos parece confiable, inteligente o divertida, también
los juicios sobre nosotros mismos son precipitados e imprecisos.
Ese es el hábito que tenemos que aprender: el de hablar con uno mismo”
¿Qué hay detrás de mi hambre de conversar? ¿Por qué en este momento de mi vida conversar se ha convertido en una necesidad tan destacada?
Llevo más de dos años promoviendo lo mismo, intentando sortear los vacíos que se crean entre las personas, y charlar abiertamente hasta el agotamiento, especialmente sobre la vida. En realidad, no hago otra cosa que intentar recuperar los valores de la infancia, perdidos en la edad adulta, pues ellos me llevan a la más bella experiencia de vida.
Cada día tenemos más medios de comunicación pero nos comunicamos menos. Cada día nos conectan más las redes sociales pero es más superficial lo que nos decimos. Y aun estando más conectados, la soledad avanza entre nosotros como un fantasma invisible. Especialmente entre los jóvenes, lo que nos debería hacer pensar en la educación que les damos y los valores que les transmitimos.
Estar acompañado no evita la soledad. La soledad se evita comunicándonos. Pero no es suficiente cualquier tipo de comunicación. La comunicación superficial e intrascendente es tan válida como cualquier otra, pero una comunicación que no facilite nutrir el espíritu de ideas y emociones ―que no sea útil para poner de manifiesto tanto nuestras diferencias como nuestras similitudes― nos aboca al aislamiento y la soledad. Necesitamos contrastar nuestras ideas tanto como tener la oportunidad de sentirnos diferentes. Y, al contrario, sentirnos integrados por lo que pensamos y sentimos. Nos es imprescindible, de tal manera que el ser humano sin estas dinámicas se siente perdido y abatido.
El problema se agrava porque, como viene a decir Sigman con otras palabras, tenemos que recuperar el sano hábito de hablar con nosotros mismos para poder hablar con los demás.
Si la palabra es el medio por excelencia en la comunicación intelectual (escucharnos), el gesto lo es en la comunicación emocional (vernos). Hoy por hoy, hacerse adulto implica aprender a ocultarnos. Lo hacemos para evitar situaciones incómodas o dolorosas, sin darnos cuenta de que con esta solución nos aislamos tanto de quienes nos puedan dañar como de quienes nos pueden hacer sentir la vida más bella. Las caretas nos aíslan del posible daña, pero también de la posible caricia.
La madurez de aprender a ocultarnos es un aprendizaje insano, pues nos aboca a la soledad, problema que jamás tendrán los niños, especialistas en conectar emocionalmente (pues intelectualmente no están desarrollados). La madurez que deberíamos aprender, en la adolescencia y juventud, es la de saber elegir a nuestros seres queridos y, sobre todo, la de no sentirnos heridos ante los fracasos y las agresiones. Deberíamos ser lo suficientemente maduros como para saber discriminar infinitamente mejor qué nos debería doler y qué deberíamos obviar o despreciar. Los adultos actuales somos hipersensibles, precisamente porque aprendemos a hacer lo contrario de lo que nos beneficia.
Y aquí enlazo edad adulta e infancia. Los niños saben mucho mejor que nosotros ―los adultos― cómo nos debe afectar lo que ocurre en nuestra vida. Intelectualmente son inmaduros, pero emocionalmente son lo suficientemente maduros como para ir a lo esencial y dejar pasar la decepción o el daño recibido a una velocidad sorprendente.
Por tanto, nuevamente apelo a re-aprender el espíritu de la infancia, pues tomar ese camino supone en re-encuentro con una vida sana, digna y feliz. Y, por favor, dejemos de condicionar emocionalmente a los niños de forma tan equivocada, que somos nosotros los que les convertimos en adultos frágiles.
“Pero el auténtico trabajo de un guía del alma es despertarnos
cuando andamos sonámbulos por la selva oscura del extravío.
Esto podría implicar que el guía nos crispa los nervios, nos zarandea
y pone en entredicho nuestras creencias más profundas”
Martha Beck (1962 - …). USA
[los resaltados en los textos citados son de la autora]
Es extraordinaria la clarividencia de Martha para descubrir figuras y comportamientos en el ser humano que no he visto hasta ahora tratadas, o tan enriquecedoramente tratadas. Desde luego ella es un maravilloso ejemplo de lo que llama “guía del alma” por su facilidad para abrir las mentes, aunque ninguna mente despertará (¡ningún ángel!) si no está preparada para ello.
Espero que se me permita destacar otra cita, un tanto larga (que pido que se me perdone) escrita a continuación de esas primeras frases anteriores. Me resulta impactante la contundente aclaración que hace sobre el amor.
“Podrían pasar años hasta darnos cuenta (a menudo, a posteriori) de que esta conducta denota en el fondo mucho amor. (…) Las arañas aman de veras a las moscas (les encanta su sabor, cómo crujen). Expresan ese amor atrapando todas las moscas que pueden y manteniéndolas cerca, sorbiéndoles la vida poco a poco. He tenido muchos clientes cuyos progenitores, amigos o amantes los traban así. Yo lo llamo «amor de araña», aunque por supuesto no se trata en absoluto de amor; es una relación depredador-presa. Y los guías del alma nunca la cultivan. El amor real no quiere que nadie esté inmovilizado o atado, y desde luego tampoco en la selva oscura del extravío. Quiere siempre, siempre, que seamos libres”
Yo solo voy a añadir un par de ideas que considero trascendentes. La primera, que las relaciones depredador-presa de la que habla Martha son tóxicas, y en los seres humanos se producen cuando se dan dos coincidencias: una víctima que no busca ser depredada, sino ayudada para liberarse de sus miedos y complejos. Y un depredador, también inconsciente de su papel y de cómo sanar su vida, que intenta superar aquello que nunca conseguirá de esta manera: su infinita sensación de soledad y su angustiosa carencia de un amor que no puede percibir. Terrible convivencia…
La segunda idea es que esa liberación de la que hablo requiere de un gran valor de “la presa”. En la mayoría de las ocasiones necesita de un enorme valor para contrarrestar la falta de confianza en sí mismo y el temor en el que constantemente vive.
Esta última razón es la que impide que muchas personas, especialmente las jóvenes, que han pasado por traumas severos, sean incapaces de aprovechar la oportunidad que se les presenta y el amor que se abre ante ellas. Una vez perdida la oportunidad, su subconsciente lo sabrá siempre, aunque su consciencia intentará apartarlo constantemente de su mente, con poco éxito pues añadirá más angustia a su vida. Con el paso del tiempo, y calmada mínimamente esa eterna tempestad que vive en su espíritu, logrará aceptar la realidad de su enorme perdida, como dice Martha. Una aceptación que vendrá acompañada de un gran dolor, pero que también traerá una serenidad jamás vivida hasta ese momento.
Si alguien que se haya acercado hasta aquí, y haya leído completo este artículo, se siente afectado por lo que digo, le animo a despertar su ángel dormido y arriesgarse a liberarse y vivir su auténtica personalidad, sus verdaderos sentimientos. Para ello, lo primero es librarse de las falsas excusas que justifican la opción por la solución que dicta su miedo: la parálisis, la oscuridad. Por mucho que duela la verdad, siempre libera y nos prepara para convertirnos en seres auténticos, coherentes y autónomos.
Tal vez se produzcan desfallecimientos, y al vivirse más vulnerable se sufra los injustos actos de otras personas (su mayor temor), pero su inmensa sensación de libertad, y de vivirse auténticamente, le permitirá vencer todas las dificultades que se presenten. Lo digo por propia experiencia, aunque nunca he sido tan consciente como ahora de la trascendencia de lo que hablo, y de lo que he vivido.
La sensación de volar es única y, una vez que se vive, resulta irrenunciable. Ahí encontramos nuestra fuerza para no rendirnos, para ser capaces de superarlo todo…
“Echa a volar, gaviota de mi puerto,
por las rotas arterias de mis olas,
y en las blancas estelas de mis pechos
dibújame tu sombra en la distancia.
Allí, donde parece que se estrellan
mi inquieta espuma y tu batir de alas,
allí será el encuentro todo fuego…”
Luzmaría Jiménez Faro (1937 – 2015). España
De “Echa a volar, gaviota de mi puerto...”
“Aislarnos o meternos en una actividad frenética puede bajar
momentáneamente la intensidad de las emociones difíciles,
pero a la larga tiene dos efectos secundarios graves. El primero
es que las emociones de las que tratamos de apartarnos se van
acumulando en nuestro interior. El segundo es que el aislamiento
y todos los métodos de anestesia acaban generando más sensaciones
negativas, aunque no nos demos cuenta”
Poco se puede añadir a lo que dice la propia la excelente psicóloga Anabel González, pero fiel a mis defectos agregaré alguna nota suelta.
La primera es para destacar que Anabel realmente está hablando sobre la inutilidad de huir de lo que sentimos. Concretamente del malestar o el dolor. Todo el dolor que nos produce algo se va acumulando mientras no lo solucionemos de alguna forma. De alguna forma ese dolor está esperando su momento para aflorar y crearnos un gran daño.
La segunda nota se refiere a que no hay alternativa válida a la de sanar el dolor. Teniendo en cuenta, además, que si se trata de situaciones traumáticas, suele ser muy difícil que el dolor desaparezca completamente. A lo más que normalmente podemos aspirar es a convivir en un pacto de no agresión con ese dolor. Esta ahí, pero es llevadero.
Lo más trágico es que los niños no tienen la capacidad intelectual para comprender, afrontar y sanar el daño que reciben, como acertadamente analizó Alice Miller (1923 - 2010). Cuando un niño es maltratado o sufre de desamor solo encuentra un recurso: el de pedir lo que necesita sin argumentarlo, y el de plegarse a lo que hay si su petición es inútil o le crea perjuicios. Hablemos claro: el último recurso de un niño es el de la sumisión.
Una sumisión que en muchas ocasiones llega a la edad adulta, y que se perpetúa en la pretensión de recibir el amor o el respeto que no se tuvo en la infancia. Una sumisión no resuelta que solo consigue añadir más y más dolor a medida que se recibe siempre la misma respuesta, pues sus padres o preceptores no cambiarán nunca o en muy contadas ocasiones.
Un adulto perdido en este círculo vicioso corre el riesgo de refugiarse permanentemente en su dolor y en su sumisión, por muy inverosímil que pueda parecer. Y es que intentar sanearlo les desplaza de lo conocido y les sumerge en las arenas movedizas de lo desconocido, algo que les produce aún más dolor debido al poco aprecio que tienen de sí mismos y a su enorme inseguridad.
Y advierto de algo muy serio: cuando conozcamos a un adulto así, no veamos en el a un ser carente de valentía. Veamos la realidad: al heredero de un niño que no pudo superar sus traumas y que no tuvo la oportunidad de sanear y enderezar su vida. Démosle lo que necesita: comprensión, amor y cuidados.
Y no olvidar: la esperanza siempre está ahí...
“Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón
Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos”
Alejandra Pizarnik (1936 - 1972)
De ”El despertar”
La siguiente reflexión nace del hecho de que se ha dudado (en privado y muy cordialmente) de mi propuesta sobre la conveniencia de que se deje a los niños ser niños. Se apoyaba mi contertulio en el hecho cierto de que hay que ir guiando a los pequeños hacia la edad adulta para que puedan afrontar con suficiencia las dificultades que les irán surgiendo.
Estoy totalmente de acuerdo con que hay que ayudar a los niños, pero supongo que no lo estoy ni en la forma, ni en los plazos. Especialmente porque algo tan apasionante como educar se ha convertido en un estorbo para bastantes adultos, preocupados en temas más mundanos, y porque en demasiadas ocasiones se intenta convertir al niño en depositario de las ambiciones y de los sueños no alcanzados por sus padres. ¡Terrible error éste!
Es cierto que hay que ayudar al niño, pero cuando surjan las inquietudes que requieran nuestra intervención. ¡Nunca antes! Dejemos que los niños sean niños y que protagonicen su propio desarrollo a medida que vaya despertando en ellos las dudas, las inquietudes y la necesidad de saber. Llegado el momento adecuado para ellos avanzarán sorprendentemente rápidos.
Al niño le debemos dar protección, cuidados e infinitas dosis de comprensión y amor. Un niño se tiene que sentir reforzado en su papel de niño, y jamás desautorizarlo por no aprender al ritmo que deseen sus padres o tutores. Y cuando llegue la hora de sus preguntas, se les debe mostrar cómo es el mundo, sin ocultarles la realidad, buena o mala, sin anticipar nada; solo ampliando su visión en función de sus dudas.
¿Y qué hacer con aquella realidad que pueda inquietar y atemorizar al niño? Muy fácil: demostrarle que está bajo nuestra protección, y que con nuestra ayuda llegará un día en que se bastará por sí mismo para desenvolverse en este mundo de oportunidades y afrontar cualquier amenaza.
¿Cómo realizar ese recorrido? Dejando que el niño comprenda cómo es el mundo, mostrándole toda la belleza que hay en él, pero sin ocultarle el dolor que también lo habita. Dejar que vaya asimilando la realidad tal cual es, cuando llegue el momento oportuno, sin falsearla. Y cuando quiera empezar a posicionarse, y pida alternativas, mostrarle las alternativas que se puede encontrar en unas personas o en otras, para que sea él, y solo él, quien elija la que le convenza más. ¿Y si nos pide nuestra posición? Dársela, pero dejando claro que solo es la nuestra, que es él quien decide en qué creer y qué hacer.
Por último, siempre he considerado que hay cuatro principios básicos que transmitir a los niños y jóvenes de tal manera que puedan juzgar por sí mismos cualquier pensamiento, sentimiento, idea o acto:
Haz aquello que te acerque a la felicidad.
Pero duda y cuestiona todo, empezando por tus propias creencias, y continuando por las mías.
Solo te debe valer aquello que no haga daño a los demás (pero sin que eso suponga servidumbre alguna hacia los demás)
Si quieres disfrutar de los demás, algo imprescindible para que te sientas bien, deja que los demás disfruten de ti… compartiendo generosamente, con sincero afecto, todo lo que os une.
Un niño debe ser el protagonista de su propio desarrollo, de sus elecciones, y de sus consecuencias. Cuando empiece a caminar “intelectualmente” habrá que ayudarle para que no sufra un gran traspiés, pero habrá que dejarle que tenga sus propios éxitos y fracasos… hasta llegar a ser él mismo.
Si queremos educar a seres potencialmente felices y que sean los artífices de un mundo mejor, estoy convencido de que no existe otro camino. Pero solo si se les deja crecer libres y fortalecer su sana personalidad.
Y es que no nos damos cuenta de que los ángeles viven entre nosotros. Bueno sería desprendernos de nuestro orgullo de adultos, reconocerlos, y dejar que nos enseñen a construir un mundo mejor. Solo ellos saben, sin saber que lo saben, cómo hacerlo. Es innato a su humana esencia…
Lo que he vivido, lo que he visto, lo que he leído, lo que he hablado, todo ello me lleva a pensar que, efectivamente, a Alice Miller le asiste totalmente la razón al ser tan categórica en sus afirmaciones. Pero debe tenerse en cuenta el filtro que aplica la propia autora, formada en psicología, filosofía y sociología, y especializada en psicoanálisis y en la problemática de la niñez. De la misma forma, no deseo generalizar, y que quienes lean este artículo se sientan cuestionados. Solo es una llamada a la reflexión personal sin prejuicios y, en menor o mayor medida, valiente.
Porque debemos ser valientes en el análisis de la delicada situación de nuestro mundo, algo que no es nuevo y que nos incumbe a todos, de tal forma que podamos indagar sobre su relación con el desapego, el desamor y la violencia hacia los indefensos niños. Alice Miller no reflexiona solo sobre las consecuencias de la violencia ejercida sobre los niños. Yo tampoco. Recalca, y recalco, las importantes y negativas repercusiones del desamor, cuando este se produce. Recomiendo leer detenidamente a Alice y descubrir su sorprendente clarividencia.
El objetivo de la educación nunca debe ser disciplinar al niño en la observancia de exigencias que no contribuyen a su felicidad y que ni siquiera puede entender mínimamente. Un niño está falto de una herramienta tan básica (y tan mal utilizada por los adultos) como la razón y la lógica, pero está suficientemente dotado para entender de emociones y para ser solidario en caso de ser necesario. Es en este plano en el que nos debemos mover con los niños en sus primeros años de vida.
Si queremos conseguir que este mundo sea un lugar donde se reduzca la violencia, del tipo que sea, a su mínima expresión, donde se conviva en armonía con la naturaleza, sin destruirla, y donde el progreso y la riqueza sean bienes mejor distribuidos entre toda la población, considero indispensable que hagamos una clara apuesta por los niños y la niñez, actuando de tal manera que consigamos, al menos, tres cosas imprescindibles: que se les deje ser niños en la niñez, que se vele por su felicidad hasta alcanzar la edad adulta, y que se les permita desarrollar plenamente su personalidad siendo protagonistas de su adolescencia, juventud y desarrollo vital.
Para ello los adultos debemos mejorar sustancialmente en la relación que mantenemos con los niños. Necesitamos reflexionar, y afrontar muy seriamente las razones que están en el origen de los problemas de la humanidad. Necesitamos dejar de mirar para otro lado y tener el coraje de descubrir la realidad tal y como es. Y necesitamos hacer una revisión especialmente seria y profunda de nuestros valores (existentes o inexistentes) y de nuestra ¿destructiva? forma de vida.
Y voy un paso más allá, como siempre: la apuesta debe ser también por alcanzar la “niñez madurada” en los adultos. Eso es lo que más nos ayudará a comprender, aceptar, cuidar y educar adecuadamente a los niños, nuestros y ajenos.
“Pegar a un niño es siempre un maltrato de consecuencias graves
que a menudo duran toda una vida. La violencia padecida
se almacena en el cuerpo del niño y, más tarde, el adulto
la dirigirá hacia otras personas o incluso hacia pueblos enteros,
o bien contra sí mismo, lo que le llevará a depresiones
o a serias enfermedades, a la drogadicción, al suicidio
o a la muerte temprana”
Alice Miller (1923 – 2010)
“¡Oh sol de las esperanzas!
¡Agua clara! ¡Luna nueva!
¡Corazones de los niños!”
Federico García Lorca (1898 – 1936) España
De “Canción Otoñal”
6. Si en la niñez son los sueños puros y los juegos imaginativos;
si en la juventud construimos castillos de ilusiones y palacios de utopías,
ya adultos sólo aspiramos a conservar, desarrollar y recordar
lo poco bueno que nos dio la vida.
Hace ya tiempo, hablando de las contrariedades que encontramos en la vida y de esas decepciones que sufrimos con nuestros sueños, propósitos o personas, proponía que no encontráramos en la renuncia la forma de sanar el dolor, pues la renuncia a lo más bello que somos y podemos ser, es la renuncia a vivir.
Y siguiendo este planteamiento, optaba por hacernos fuertes en la riqueza que siempre nos da la vida, como respuesta a todas las dificultades y desencantos, pues buscar el refugio de no exponernos a los contratiempos siempre nos termina trayendo más desconsuelo a la larga.
Sin duda, no nos damos cuenta de que la valentía, por muchas heridas que lleve aparejada, siempre nos hace más fuertes y nos atrae apoyos, mientras que la soledad del refugio nos va debilitando y encogiendo física, mental, emocional y espiritualmente.
Cuando en nuestra cotidianidad nos empieza a inundar la oscuridad, encendemos la luz. ¡Le damos un toque al interruptor! Nos hacemos visibles y reconocibles. Y deberíamos hacer siempre lo mismo respecto a cuestiones que marcan tanto nuestra vida como la espiritualidad, la emocionalidad, y la vida en común o comunitaria: cuando nos falte la luz no deberíamos acostumbrarnos a la oscuridad, sino que deberíamos iluminar nuestra existencia. ¿Con qué? ¡Con la luz de nuestras convicciones, de nuestra confianza, de nuestros afectos, de nuestra generosidad, por supuesto!
Y es que, al final, la mejor solución es recurrir a nuestra propia luz interior, y con ella iluminar nuestra vida y la de todos aquellos seres que nos acompañan. Recuperar la ilusión y la ingenuidad (indispensable, pues si no es así, terminamos cayendo en el derrotismo), para vivir sorteando todos los inconvenientes y conflictos; y para disfrutar todo lo que sea posible, con humildad y sencillez.
En resumen, mi propuesta trata de conservar o recuperar el espíritu de nuestra niñez (nuestro ángel dormido), entregarnos a la vida con intensidad, y dar mucha guerra (toda la que podamos, y de la sana) que el alma no tiene edad. Y que las ganas de vivir con esa misma pasión que derrochamos en nuestra niñez, no debería tener fecha de caducidad. Renunciar… ¡¿por qué?!
“Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
Alma extraña de mi hueco de venas,
te he de buscar pequeña y sin raíces,
¡Amor de siempre, amor, amor de nunca!
¡Oh, sí! Yo quiero. ¡Amor, amor! Dejadme.
No me tapen la boca los que buscan
espigas de Saturno por la nieve
o castran animales por un cielo,
clínica y selva de la anatomía.
Amor, amor, amor. Niñez del mar.
Tu alma tibia sin ti que no te entiende.
Amor, amor, un vuelo de la corza
por el pecho sin fin de la blancura.
Y tu niñez, amor, y tu niñez.”
Federico García Lorca (1898 – 1936). España
De “Poema de la soledad”
¿Por qué la niñez es un regreso? Porque nunca deberíamos haber abandonado el sano, ilusionante y benefactor espíritu de la niñez. Abandono que considero que se transforma en una gran pérdida. Es curioso observar cómo ese regreso al espíritu de la niñez (un intento en el que me veo yo mismo voluntariamente involucrado desde hace meses) raramente se hace de forma consciente y voluntaria, pero sí termina por realizarse de forma inconsciente e involuntaria. Me explicaré…
2. Las dos inteligencias.
Desde hace un tiempo vengo defendiendo que el niño llega a este mundo emocionalmente preparado. Es decir, su inteligencia emocional, aun siendo simple, es plenamente efectiva para lo que es su inteligencia cognitiva (coeficiente intelectual, por usar un término más común), que está aún por desplegar.
Con el tiempo, su inteligencia cognitiva se va desarrollando, aunque yo pongo muchas reservas a la capacidad de generar felicidad de ese proceso, tanto para el propio ser pensante como para los demás. Aspecto este que podemos comprobar a poco que miremos honestamente la evolución de la humanidad, tan impregnada de violencia y de traumas.
3. Aparece en escena una tercera inteligencia.
Esa dificultad para vivir felices se debe, en mi opinión, a la negativa aportación de lo que yo llamaré “la inteligencia social”, compuesta por los rasgos de la mentalidad, la cultura, los valores, los prejuicios, etc, que dominan las relaciones humanas en la sociedad, y que se transmiten, con mayor o menor número de variaciones, de una generación a la siguiente. Se trata, por tanto, de una inteligencia colectiva.
La inteligencia social suele dominar, normalmente de forma aplastante, la evolución y experiencia del ser humano, pues condiciona de forma definitiva la inteligencia cognitiva y la inteligencia emocional de los individuos. Por supuesto, esa conexión predeterminada entre inteligencias no cubre todos los casos. Se construyen excepciones, de una forma especial entre las personas de una alta sensibilidad, en quienes la emocionalidad no ha dejado de tener un papel relevante.
4. La fuerza del destino y el fin del engaño.
Sin embargo, por mucha importancia que tenga en una persona la inteligencia social y su inteligencia cognitiva, su reinado tiene un final anunciado cuando el funcionamiento de nuestra mente se va deteriorando al llegar a la vejez. Ante este retroceso, en los años finales de nuestra vida, la inteligencia emocional vuelve a recuperar su inicial protagonismo. El ser humano regresa a la autenticidad y sencillez de sus emociones y sentimientos, más básicos y nobles. Vuelve a necesitar ser protegido, a su natural afabilidad, o a sus quejas cuando se siente especialmente vulnerable. En estos casos, solemos decir que los ancianos se comportan como niños. Y supongo que no hace falta decir que, si no hay accidentes previos, todos pasamos por esa etapa en la vida.
5. Regreso al futuro: despertar al ángel dormido y recuperar nuestra esencia humana.
La niñez siempre nos ha estado esperando desde que erróneamente lo abandonamos. En realidad, como ocurre con los mamíferos superiores, nunca deberíamos abandonar la emocionalidad ligada a la infancia, y su enorme capacidad para construir una vida sana, unas relaciones interpersonales gozosas y unas sociedades que impulsen nuestro bienestar a todos los niveles. Se podría decir que es la clave para un mundo mejor y más sostenible. Así lo creo yo.
Sin embargo nuestra estupidez termina por asociar nuestra madurez a nuestro egoísmo, a nuestra competitividad, a nuestra supremacía, a nuestra capacidad de consumo, a nuestro atesoramiento de bienes materiales… Y mientras tanto, ese egoísmo nos aísla, nos aboca a la soledad, nos llena de experiencias aparentemente tristes pero, en realidad, frustrantes y dolorosas.
Una vez abandonada esa senda, el regreso al espíritu de la niñez se convierte en condición imprescindible para recuperar nuestra más esencial personalidad, nuestros verdaderos sueños, nuestro auténtico ser, nuestra bella y luminosa vida…